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Lo que no puede faltar es el talento

El alcohol y las drogas han estado presentes en la vida de un gran número de artistas. Incluso, es común asociar al genio artístico con el consumo de varias sustancias como si éstas detonaran la creatividad o sofisticación del artista. Nada más falso que esta idea. Lo que es cierto es que algunos artistas más interesantes (o buena parte de ellos) se han vuelto adictos, o en el mejor de los casos, consumidores asiduos de distintas drogas, pero no fue eso lo que los hizo mejores creadores, aunque así parezca a simple vista.
Quizás el personaje más popular, al primero que se asocia con el genio creativo unido al alcohol, sea Charles Bukowski, considerado el último de los escritores malditos. Autor de seis novelas, de una gran cantidad de cuentos, y colaborador de un rotativo underground, con su sección Escritos de un viejo indecente, se ha mitificado el hecho de que Bukowski aporreaba la máquina de escribir mientras estaba borracho. Si bien es cierto que en sus lecturas  ante el público (que detestaba) solía beber hasta embriagarse, la realidad fue distinta. El mismo Bukowski aseguró: «He creado la imagen del eterno borracho en alguna parte de mi obra y hay una realidad menor tras ello.»
Además de Bukowski podemos mencionar a Ernest Hemingway, o al mismo Scott Fitzgerald, los escritores más emblemáticos de su generación, que también fueron alcohólicos; y antes que ellos estuvieron Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, o Thomas de Quincey, el comedor de opio, solo por mencionar a algunos. Pero quizás los que mejor proyectaron al mundo la imagen del artista bebedor y consumidor de drogas fueron los escritores de la Generación Beat, por su gran impacto mediático y cultural (entre estos Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg). La obra de cada uno ha trascendido en el tiempo. Sus libros se siguen leyendo, disfrutando, e incluso inspirando a nuevas generaciones. Además del alcohol o las drogas, presentes en sus vidas, el factor predominante entre ellos fue el talento.
Tal vez a James Joyce, uno de los escritores más importantes del siglo xx, no suele asociársele a la dualidad del alcohol y el arte, y muy probablemente se deba a que la trascendencia de su obra ha dejado a su alcoholismo en un plano inferior. Joyce dijo que la única forma de asegurarse la inmortalidad era poner tantos acertijos en sus novelas para mantener ocupados a los estudiosos durante generaciones. Y eso fue lo que hizo. Ulises, considerada su novela «luminosa» (al transcurrir durante el día), sigue siendo objeto de estudio, discusiones y nuevas traducciones que intentan desvelar el misterio que lleva escondido. Sin embargo, si hablamos de Finnegan’s Wake, la novela “oscura” (que parece transcurrir en sueños), encontraremos que se vuelve un libro denso, impenetrable, en el que casi cualquier interpretación es válida. De esta obra, el escritor mexicano Salvador Elizondo realizó una traducción –con notas al pie– de la primera página, lo que lo llevó a hacer más de treinta anotaciones para tratar de explicar lo que el irlandés escribió.



Joyce nació en el seno de una familia pobre y muy religiosa. Su padre fue un vendedor de licores, y un borracho que se arruinó al poco tiempo, por lo que la familia tuvo que mudarse de Dublín a un pueblo de las afueras de la capital. Al finalizar sus primeros estudios con los jesuitas, Joyce regresó a la ciudad para inscribirse en la universidad. Fue en esta época que se rebeló contra la religión, el nacionalismo irlandés y contra su padre, con el que tuvo grandes diferencias. Con apenas diecisiete años, escribió un manifiesto contra un grupo conservador de estudiantes que criticó severamente una obra de W. B. Yeats; con este manifiesto dio sus primeros pasos como escritor. Sus primeras obras fueron en el teatro y la poesía, aunque no es por esto que se le conocerá.
A los veinte años emigró a París con la intención de librarse del tradicionalismo irlandés. Para su familia, y especialmente para su madre, que Joyce traicionara sus principios religiosos fue una tragedia. El golpe fue tan duro que, según se cuenta, la llevó a la antesala de la muerte. Entonces Joyce tuvo que regresar para acompañarla en sus horas postreras, apenas un año después de su partida; al llegar encontró a su familia sumida en la pobreza. A raíz de la muerte de su madre sucedieron dos cosas: Joyce comenzó a escribir su primera novela, Retrato del artista adolescente, una obra semiautobiográfica, en la que contó su paso por el colegio jesuita, la decadencia familiar, su primera experiencia sexual y su separación de la familia y la patria. Lo segundo: comenzó su relación inseparable con el alcohol. Su estancia en Dublín se prolongó un año. Su padre, un hombre hosco, lo culpó de haber matado de pena a su madre. Esto hizo que su alcoholismo se acentúa. Es en ese periodo que se dedicó a escribir también Dublineses, el libro de cuentos en el que aparecerán algunos personajes y lugares que luego incluyó en la titánica novela Ulises.
Joyce no soportó Dublín; su estadía fue tormentosa. La única cosa buena que le sucedió fue haber conocido a Nora Barnacle, una mujer que lo acompañó en su recorrido infatigable por Europa a pesar de los problemas que el alcoholismo de Joyce.
Dublineses fue publicado en 1906. Para entonces Joyce y Nora vivían en Trieste. Su vida de pareja fue caótica, llena de inseguridades y celos, lo que los llevó a separarse por primera vez. Con un alcoholismo declarado, Joyce huyó a Roma, en donde perdió el control. Se le podía ver borracho en parques y aceras. Pero el genio no puede negarse. Fue en esta ciudad, y durante sus breves lapsos de lucidez, donde planeó la historia de Leopoldo Bloom, el protagonista de Ulises, un judío comerciante que recorre la ciudad de la que nunca pudo desprenderse, la vieja Dublín. Decidido, Joyce estudió planos de la ciudad y comenzó la obra monumental de las veinticuatro horas en la vida de sus dos alter ego, el joven Stephen Dedalus, protagonista del Retrato..., y de Leopoldo, en el día en que conoció a Nora: el 16 de junio de 1904. Cincuenta años después, y desde entonces, se celebra anualmente en Irlanda (y de forma oficial) el Día de Bloom (Bloomsday) para realizar el mismo recorrido de los personajes por la ciudad.
Con veinticuatro años, una dependencia al alcohol cada vez más intensa que le deja poco tiempo para el trabajo, la pobreza más dura y los primeros síntomas de la ceguera, James Joyce regresa a Trieste en busca de Nora, que acababa de parir a su primera hija, Lucía Joyce. Desconfiado, Joyce arremetió contra su mujer. Peleaban a la menor provocación. Por eso decidió marcharse de nuevo a su patria, a la ciudad que lo llamaba para seguir el trabajo que se había planteado. Visitó tabernas, burdeles y los barrios pobres de la ciudad que le sirvieron de escenario a sus protagonistas. Se reencontró con su familia, pero la reunión terminó en pleito. Joyce parecía un imán de problemas. A donde quiera que iba el caos lo perseguía. Decidido, volvió a Trieste por Nora, que estaba siendo cortejada por un periodista. Eso fue algo con lo que no pudo lidiar. Se volvió violento, irascible, lo que hizo que Nora huyera hacia Irlanda con sus dos hijos. George fue para Joyce un enigma. En la correspondencia entre la pareja éste le preguntó constantemente si era realmente su hijo o hijo del otro. Fue una duda que lo persiguió hasta su muerte. Cuando Nora huyó Joyce salió tras ella. Su relación era inestable: no podía parar de pelear con ella ni de beber.
Entre huidas y reencuentros, Joyce escribió y publicó su obra de teatro Exiliados, a la par que terminaba el Ulises. En 1922 se publicó la novela completa, que no fue bien recibida por la crítica. Incluso se prohibió su publicación en algunos países. La novela es compleja, experimental, poco comprendida. Los guardianes de la moral la clasificaron como obscena solo porque Bloom se masturba en la playa viendo a una jovencita discapacitada que paseaba por allí; también por el ambiente arrabalero de las tabernas, y su léxico, e incluso por el magnífico monólogo interior de Molly Bloom, que se pone a pensar en sus amantes mientras su esposo le come el culo en la cama. Por cosas como estas son quemados sus ejemplares.
La mente genial de Joyce no pudo quedarse quieta. Dos años después de la publicación de Ulises comenzó otra labor titánica: la escritura de Finnegan’s Wake. Para entonces su nombre ya era reconocido en Europa. Su obra era leída y comentada por los intelectuales más vanguardistas. Un joven escritor se acercó a él; se hicieron amigos. Éste, más tarde, escribiría su propia obra, imprescindible de la literatura moderna: Samuel Beckett. Las cosas mejoraron para Joyce, pero su alcoholismo, las dudas sobre su paternidad y su incapacidad para administrar el dinero lo metieron nuevamente en problemas. Su ceguera se agudizó: el glaucoma le hizo perder la vista del ojo izquierdo. Aunado a esto, su hija Lucía tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico. Para 1931, y tras la muerte de su padre, James y Nora decidieron casarse al fin. La adicción de Joyce se volvió insostenible; los problemas de la pareja se recrudecieron. A pesar de esto, él no dejó de trabajar en su novela. Estaba empeñado en terminarla.
Ocho años después, en 1939, Finnegan’s Wake fue publicada. La novela, que tiene influencias del psicoanálisis de Freud, es controvertida, criticada, mal entendida. La guerra en Europa lo obligó a mudarse de París, donde vivió desde finales de la Primera Guerra Mundial, a Zúrich, territorio neutral. Enfermo, cansado y con una estabilidad económica endeble, Joyce murió en Suiza trece días después de su llegada a causa de una úlcera duodenal que le perforó el intestino.
Una conclusión acertada sería que el alcoholismo de James Joyce, lejos de ser el motor de su genialidad, fue un obstáculo en su creación artística. Y qué decir de los músicos (Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davies y tantos otros) o pintores (Degas, Leutrec, Rimbaud, el mismo van Gogh). No los recordamos tanto por sus adicciones sino por la obra que nos legaron. Sería ingenuo pensar que existe una receta, o que hay ingredientes mínimos para hacer geniales a los artistas. Lo que no puede faltar es el talento, porque ni todo adicto es un artista ni todo artista tiene que ser un adicto.