Una noche, no hace mucho, mi hermano se acordó de una serie y me lo comentó. Entonces hicimos un recuento de lo que recordábamos: algunos pasajes divertidos, el comportamiento de los personajes, y lo entretenida que era. Vamos a buscarla, sugirió. Y nos pusimos a ello. Para nuestra sorpresa encontramos el primer capítulo disponible en la internet. Y al volver a verlo, después de muchos años, me encontré con algo inesperado: aquella serie no solo era entretenida, como pensé al principio, sino que también era conmovedora. Tanto, que luego de ver aquel primer episodio no pude soltarla hasta el final. Los años maravillosos, se llamó en México. Un nombre muy afortunado.
Kevin Arnold, el protagonista, es un hombre maduro que decide contar los últimos años de su infancia. Creció en los suburbios, en los convulsos años sesentas, donde personajes como Marthin Luther King encabezaba la lucha de los derechos de la comunidad negra; los jóvenes del mundo se manifestaban en las calles para exigir un cambio en el orden establecido; el programa Apolo lanzó a los astronautas por primera vez a la luna, y el gobierno de Estados Unidos emprendía otra guerra en Asia, contra los vietnamitas, en aras de la «libertad» y la «democracia». Y con un acontecimiento relacionado con esta guerra es que arranca la narración de las memorias de Kevin.
Todo empieza en 1969, cuando ha cumplido doce años (la «antesala de la hombría», como lo dice el mismo personaje al recordarlo) y entra a la secundaria estatal (que para entonces casi todas se llamaban Robert Kennedy). El joven Kevin no sospechaba que crecer es un asunto duro, complejo. La primera reflexión importante que hace el Kevin adulto, una voz fuera de pantalla que desmenuza los episodios con una visión ecuánime, sobria, es acerca de la muerte, cuando el hermano de Winnie Cooper, «la chica de los ojos marrones», muere en combate. Bryan Cooper era un joven de apenas diecinueve años, lo que causa conmoción entre los vecinos y amigos. Ese día Kevin entiende que la muerte es algo que puede sucederle a cualquiera, incluso al tipo más genial que conocía. Y de paso descubre que en medio del dolor y la pena también se puede encontrar el amor cuando acepta que está enamorado de Winnie, su amiga de juegos de la infancia.
Los personajes se desarrollan en un suburbio que podría catalogarse como aburrido, en donde viven familias de clase media sin más aspiraciones que vivir con comodidad, en un lugar que tiene todas las desventajas del campo y ninguna ventaja de la ciudad (y viceversa, como lo señala el narrador). Sin embargo, y en defensa de su lugar de origen, nos demuestra que esa comunidad, una de las tantas que hay en el vecino país, es en realidad un universo complejo en el que la vida no es tan distinta de cualquier otro sitio. Allí también existen el dolor y el miedo, los sueños frustrados, las metas irrealizables, así como el amor, la amistad, la lealtad, el sentido de pertenencia y todo aquello que nos hace humanos.
Uno de los peligros que corre el tratamiento de los recuerdos de la infancia, y especialmente en televisión, es que se tienda a idealizar esta etapa como una época dorada a la que se desea volver. Por eso sorprende que el Kevin adulto permita que su yo infantil piense lo que pensó en su momento sin reprimirlo, como cuando tuvo problemas para entender a las niñas de su edad, el narrador no matiza sus tropiezos ni cuenta la historia a su conveniencia. O cuando nos muestra cómo se fue transformando su vida familiar: cuando la hermana mayor, cansada de la opresión paterna, se va de casa; cuando su hermano Wayne intenta enrolarse en el ejército para demostrarle a su familia que no es un bueno para nada pero es rechazado; o los problemas que le van surgiendo mientras descubre cómo comportarse en una relación de pareja... Todo esto lo ve, más bien, con una mirada comprensiva que le ayuda a darle su justa medida a esa época de su vida. Parece fácil, claro, pero no lo es. Algunos de nosotros, cuando volvemos sobre nuestros recuerdos, solemos ser injustos con nosotros mismos; o por el contrario: displicentes. Pero debemos hacer un esfuerzo para entender lo que ha sucedido. Eso es algo que requiere tiempo, un análisis concienzudo y de reflexión para entendernos. Y esto lo consigue muy bien la narrativa de la serie.
La primera vez que se transmitió Los años maravillosos por televisión fue durante la década de los noventas. Yo era todavía un niño por aquel entonces, por lo que no le presté mucha atención. Hubo momentos divertidos que se me quedaron grabados en la memoria, especialmente cuando Wayne sometía o avergonzaba en público a Kevin, como lo hacía mi hermano conmigo, por cierto, por lo que nuestra madre solía compararnos con ellos. Y esa forma de arrancar los capítulos fue inolvidable para mí: cuando en la pantalla en negro aparecía el título «The Wonder Years» con letras a colores, y enseguida la voz de Joe Cocker interpretando la canción de The Beatles, «With A Little Help for my Friends». Luego aparecían retazos de la vida familiar del protagonista en imágenes grabadas con una cámara imaginaria: la de la memoria, el recuerdo. La película de una vida. Una vida que podría ser la de cualquiera, incluso la propia (esto lo descubrí más adelante). No recuerdo otro inicio de serie que me haya causado un impacto similar. Si acaso Los expedientes secretos X, que también conservaron su tema musical hasta la última temporada.
La serie, además, tiene una mancuerna muy afortunada entre el desarrollo de la historia y la musicalización de los eventos importantes de la vida de Kevin. Al igual que la introducción a cargo de Cocker, que se mantuvo hasta el final dándole un sello característico de nostalgia, otras tantas piezas fueron parte de la banda sonora. ¿Cuál habría sido el resultado del primer capítulo sin la balada «When a Man Loves a Woman» de fondo, cuando Kevin y Winnie se besan por primera vez? ¿O su primer baile escolar sin «I’ve Been Living You Too Long»? ¿O ese capítulo en que Judy Collins interpreta «In My Life», con su estilo folk, mientras Kevin hace un recuento de su vida al finalizar la secundaria? Cada tema es crucial en la narrativa. También aparecieron otros tantos grupos y cantantes que marcaron época en los años sesentas y setentas, como Carole King, Bob Seger, The Beatles, Van Morrison, Buffalo Srpingfield, The Ronettes y Ben E. King, por mencionar algunos.
Al terminar de verla comprobé que, a pesar de los años, la narrativa de la serie es muy buena. Disfruté casi todos los capítulos de las cuatro temporadas por igual: me emocioné, me sentí melancólico, me divertí e incluso lloré con algunos. Luego pensé, ya con más calma, que quizás había sido presa de la nostalgia, tendencia que se ha puesto de moda recientemente con la rehechura de viejas películas y series, y por eso la encontré tan entrañable. Sin embargo, al compartirla con mi sobrina, una muchacha de una generación distinta, me encontré con que también se enganchó con ella. ¿Cuál es su encanto? Tal vez sea éste: acercarnos a nosotros mismos a través de la vida de otro.
La serie ha envejecido bien. Más allá de la década en la que está ambientada o en la que se transmitió por primera vez, la historia de un niño que se está haciendo mayor, que tiene que enfrentarse a los cambios inevitables en su vida, en su entorno familiar y social, que debe enfrentarse a las cada vez más complejas relaciones sentimentales y asumir nuevas responsabalidades, sigue siendo atractiva, quizás porque nos identificamos en algún momento con el protagonista, ya sea porque alguna situación que afronta se parece a una nuestra, o tal vez porque las reflexiones del Kevin adulto nos muestran un enfoque distinto de la infancia que nos ayuda a ver de otro modo la propia. Es, en suma, una experiencia humana con la que podemos identificarnos.
RS
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